Para Verónica,
Enriqueta, Isauro y Javier
A veces sin saber realizamos actos cuyas consecuencias marcan
nuestra vida y la de los demás. No me refiero a los intencionales, estos no
guardan mayor misterio; pienso en los que cometemos con displicencia, casi con
inocencia, y por eso tal vez sus efectos son mayores; como los que un niño
provocaría si abriera las compuertas de una presa a punto de reventar.
Íbamos en el sexto
año de primaria. Ese día nos llevaron a ver Platero
y yo, una versión dramatizada de la novela de Juan Ramón Jiménez, que se
presentaba en el Teatro de las Bellas Artes. Luego de sorprendernos de cómo
podían meter un borrico en escenario tan elegante, dos compañeros y yo decidimos
escabullirnos del teatro al terminar la obra, e impulsados por una auténtica
curiosidad cruzar la avenida para subir la Torre Latinoamericana y contemplar
la ciudad desde sus alturas. Nunca previmos lo que esta acción provocaría,
sobre todo cuando íbamos bajo la responsabilidad de nuestra maestra, en un
autobús especial en el que debíamos regresar a la escuela, donde seguramente se
pasaría lista y sólo entonces nos permitirían partir.
Al día siguiente
la maestra fue requerida por la directora. Estuvo con ella unos minutos, y
luego salió cabizbaja, llorosa y acongojada. Supimos que esto tenía que ver con
nosotros cuandotambién fuimos llamados. La directora nos miró a los tres y dijo
muy enojada: “¿Así que ustedes fueron los que se escaparon ayer? ¡Muy
graciosos! Mandaré llamar a sus padres, pediré su expulsión y por lo pronto se
quedan de pie en ese rincón, sin recreo”. Indiferentes como éramos a esa edad,
no nos preocupó en lo absoluto la expulsión ni quedarnos sin recreo, pero yo
sentí pena por la maestra. Sabía que responsabilizarla de nuestra acción era
injusto, más aún la reprensión, y ella, a cambio, nada nos dijo ni mucho menos
nos regañó. Es más doloroso para un culpable el perdón que se otorga en
silencio y sin ningún reproche.
No bien habían transcurrido
ni dos semanas, cuando un día me avisaron que debería acompañar a la directora.
Subimos a su coche y por el camino me informó que yo participaría en un
concurso de oratoria. Ese día se realizaba la eliminatoria para los colegios de
la zona. Por descuido u olvido ella no había indicado a los profesores
organizarel concurso interno para así obtener un representante. Así que, apremiada
por el inspector de la zona, cuya pretensión era que ninguna escuela se
abstuviera de participar, ese mismo día tenía que acudir con un alumno de su plantel.
Consultó con mi profesora y, como ella atendía el sexto grado, decidió que yo
representara a esa primaria perdida entre los cuarteles militares,donde la
mayoría de los alumnos eran hijos de soldados.
¿Qué la llevó a
recomendarmepara la ocasión? No era buen orador y por mi culpa la habían
reprendido groseramente. Además, era un muchacho latoso, peleonero y quele gustaba
poner espejos bajo las piernas a sus compañeras. Sólorecuerdo un detalle que
tal vez la decidió: días antes nos había solicitado escribir una composición. A
mí me gustaba terriblemente por ese entonces una canción del francés Hervé
Vilard (“Quién puede odiar y amar”) y en mi redacción incluí algunas palabras
de ese tema. Esto le agradó sobremanera, pues recuerdo que comentó con otra
profesora mi texto, especialmente por el uso de términos como “diluye”,
“niebla”, “andén”, nada comunes en el vocabulario de un niño de sexto año.
Pues allí iba con la
directora. Ella me aleccionaba y decía que hablara de algo que hubiera visto o
leído recientemente. En el alto de algún semáforo me acomodó la corbata.
Usábamos un horrible uniforme militar color beige que incluía la cuartelera. Yo
me la ponía y por eso tuve mi primera pelea. “Miren al soldadito, miren al
soldadito” dijo burlón un tal Garibay, y allí empezaron los golpes. Pero, apenas
llegamos donde era el concurso,me señalaron mi turno y el tiempo del que
dispondría. Jamás había participado en un certamen de oratoria ni mucho menos había
recibido entrenamiento para hablar en público o tenido tiempo de preparar mi
discurso. Así que sin más pasé al frente, recordé un texto sobre Abraham
Lincoln que había leído recientemente y sobre eso hilvané mi intervención.
Cuando regresamos
la directora no cabía de contento. Ella misma reconocía: “sin ninguna
preparación previa, salvo mis buenas recomendaciones”, el alumno había obtenido
“un honroso” segundo lugar. De inmediato cambió su percepción hacia mi maestra
y hacia el alumno latoso que yo era. Así que cuando otras veces se requirió
enviar un representante a participar en
concursos como “La Ruta Hidalgo” o “La Ruta Juárez”, allí iba yo como
enviado de esa primaria escondida entre los cuarteles del Campo Militar Número
Uno, llena de alumnos pelones –como yo− a quienes debían rapar por tener la
cabellera rebosante de piojos.
Sin embargo, me di
cuenta que pude despertar algún afecto en la directora. Ella era la esposa de
un general, vivía en Tecamachalco y de inmediato se advertía la distancia que
imponía con sus profesores, y más aún con los rapaces, mugrosos y maldosos que
los alumnos éramos. Alguna vez me llevó a comer a su casa, y aún conservo un
libro que me regaló por representar a la escuela: Los titanes de la oratoria.
Pero fue con mi maestra con la que se inició el más profundo
afecto que hasta la fecha haya tenido por alguna o alguno de mis muchos
profesores. Yo vivía en casa de unos tíos lejanos, solo, así que ellos eran también
mis más severos tutores. ¡Ay de mí si se enteraban de alguna travesura!
Recuerdo que por esos días llegó al salón Matilde, una condiscípula güerita
cuyo único defecto era ser vecina y amiga de una nieta de mi tía. Matilde le
platicaba a esa nieta lo que yo hacía en el salón de clases, y los fines de
semana, cuando aquéllavisitaba a su abuela, le deslizabaalgunos detalles de mi
comportamiento. Y entonces me llovían los regaños y algunos castigos, como
dejarme sin desayuno o comida, y esto no lo podía tolerar. Cuando descubrí de
dónde procedía la fuga de información, se lo comenté a la maestra. Le dije que
Matilde iba de chismosa con la nieta de mi tía, y que ésta se encargaba de
acusarme. Desde luego, la maestra me defendió: regañó a Matilde, le dijo que
cuando ella tuviera algo que reportar lo haría directamente y no necesitaba que
nadie anduviera contando mis travesuras. Matilde cerró el pico, nos volvimos
amigos y hasta jugamos a ser novios durante un tiempo.
Pero allí no acaba
la historia. Al terminar la primaria mi padre pensó que debía regresar con él a
trabajar, pues con esos estudios tenía suficiente para el campo. La maestra
dijo que no. “Debes continuar estudiando”, me animó, “estás muy chico para
trabajar, tienes que seguir preparándote”. Trató de conseguirme una beca, me
recomendó la que considerabauna buena secundaria y no me soltó hasta
inscribirme en ella. No sé cómo lo hacía. Tenía cuatro hijos que atender, dos
de ellos de una edad aproximada a la mía, aparte sus obligaciones como
profesora, y aún se hacía tiempo para ayudarme.
Con el ingreso a la adolescencia uno se
vuelve más ingrato, tal vez por la cantidad de vivencias que debe enfrentar. En
la secundaria conocí nuevos amigos. Formamos un grupo de teatro y musical para
cantar canciones “de protesta”. Asistí a mítines y manifestaciones, pues mi
secundaria quedaba cerca del llamado Casco de Santo Tomás, donde están muchas
escuelas del Politécnico Nacional; también cerca de la Escuela Nacional de
Maestros y de la Normal Superior, así que el ambiente politizado que allí
existía pronto me contagió. Además, debo precisar que estábamos en el año 1970,
recién pasado el 68. Por todo eso olvidé a la maestra durante los tres años de
mis estudios de secundaria, aunque al concluirla fui a llevarle mi certificado
para mostrarle que sus esfuerzos habían tenido un resultado.
Entonces ya nada
podía hacerme regresar al campo, peroseguramente ella me animó a realizar mi
examen de ingreso al bachillerato. No sé si fui a verla cuando lo concluí, perosabía
que ella seguía allí, soportando e impulsando a muchachos peleoneros como yo. Estudiar
la licenciatura fue algo casi automático; cuando la concluí y escribí mi tesis
profesional la dediqué a ella y a mis padres; a falta de una familia y una
madre aquí en la ciudad, le presentémás de una novia con la que pensé casarme
para queme diera su opinión. Con prudencia y tacto, siempre supo dejarme a mí
la decisión. Por eso, cuando conoció a la que hoy es mi esposa, no tuvo para ella
más que palabras elogiosas. Me volví un periodista especializado en dirigir y
editar revistas; durante los años que edité una de belleza y modas, a la que
procuraba sazonar con temas culturales, le enviabaun ejemplar de cada número,
un poco para agradarla y otro para saber cómo la calificaba. Cuando me casé
estuvo en mi boda y cuando nació mi hijo fue su madrina. Así que de maestra
pasó a ser mi comadrita.
¿Cómo se mantuvo y
fortaleció esta amistad a lo largo de tantos años? Gracias a su sabiduría,
paciencia y bondad, sin duda. Pero desde aquel suceso con que inicia esta
remembranza la consideré una figura tutelar. No podía comprender cómo alguien,
con todo el derecho y autoridad para llamar la atención a un rapaz mal portado,
omitiera hacerlo, no por obsecuencia o indiferencia, sino porque sabía que ese
niño necesitaba sólo un poco de comprensión y cariño. Por eso el muchachito de
aquel entonces,y el adulto de hoy, encontraban y encuentran en su maestra algo
más que una figura amistosa o amable, hallan en ella algo así como una sombra
protectora que sólo los buenos padres saben dar a su descendencia. Menuda,
delgada, con el cabello siempre rizado enmarcando un rostro sonriente, en mi
maestra no veo el paso del tiempo. Por supuesto que era mucho más joven cuando
nos conocimos; claro que sinsabores, alegrías y decepcionesle han dejado su
impronta; claro que el implacable tiempo no le ha sido indiferente, pero ante
mi mirada es la misma que un día me hizo notar cómo mi voz empezaba a cambiar
de tono.Tal vez son las raíces de su antigua raza las que le dan esa fortaleza,
sabiduría y generosidad que hoy aún tenemos el privilegiode disfrutar.
Ella y su esposo conocieron la satisfacción del deber
cumplido. Al igual que millares de mexicanos, en su juventud tuvieron que dejar
su terruño hostil para aspirar a una vida menos difícil; con esfuerzo,
dedicación y honestidad la lograron, y aun han sido capaces de compartir sus
logros. Han servido a su pueblo, a su familia y a sus amigos. Trabajaron duro,
cumplieron y vivieron juntos parte del apacibletiempo del retiro. Vieron
casarse a todos sus hijos, con sus contratiempos y frustraciones, como es
normal en esta época; supieron ganar ese estado casi de gracia que es ver
nacer, crecer y disfrutar a los nietos (mi hijo, sin serlo biológicamente, tuvo
la fortuna de ser parte de alguna camada), y aun hoy ella sigue viajando para
convivir con ellos de tanto en tanto, pues viven desperdigados en dos o tres
ciudades.
El año pasado murió
su esposo, casi de la misma edad de mi padre, que temerariamente se adentró en
los noventa después de una vida agitada y dura. Cuando llamó para avisarme, la
voz de mi maestra sonaba tranquila, resignada. Me dijo que por la mañana lo
habían sacado al jardín para que tomara el sol, después entró en la casa, comió
algo y luego pidió que lo llevaran a acostar. Allí se quedó, en ese tránsito
del sueño al día sin ocaso al que todos llegaremos alguna vez. Ella le
sobrevive serena. Vive un tiempo aquí, otro donde sus distintos hijos, nietos y
biznietos la requieran. Nos llamamos constantemente y nos encontramos cada vez
que podemos. Estuvo en la presentación de una revista que edité con otros
colegas profesores y en la de mi primer libro de relatos. Tengo planeado ser
mayordomo del pueblo donde nací, y es la primera persona a quien invitaré para
que disfrute de esa fiesta. No por nada se dice que las palabras marcan el
destino de una persona. Escribir estas líneas me hizo recordar esa canción que
tanto me gustaba cuandola conocí, siendo un niño, sin saberque mi vida quedaría
entrelazada con la suya. Parte de esa canción dice así:
“En la niebla gris se
diluye el tren
y un gesto de adiós
muere en el andén.
De pronto sentí odio
y soledad
Y sin yo querer, te
grité:
Quién puede odiar y
amar,
Y decir en aquel
adiós,
Cuando el tren tiene
que marchar
Y a la vez reír,
cantar y llorar…”
Hervé Vilard
¡Muchos años más de vida y felicidad
para mi maestra, María Enriqueta Lara Hernández!
México, Distrito Federal, julio de
2013
NOÉ AGUDO
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